Por Raúl Saccani.
Contribuidor
A la mayoría de nosotros nos gustaría creer que vivimos en tiempos especiales, en medio de desarrollos sin precedentes. Lo mismo ocurre con la corrupción: a medida que leemos sobre nuevos escándalos, es tentador creer que los estándares éticos de políticos y empresarios están sondeando nuevas profundidades. Muchos de los que lamentan la corrupción endémica que sufre nuestro país se aferran a una especie de nostalgia de la Argentina “granero del mundo”, afirmando que hubo un momento en el pasado cuando la honestidad era la norma y los estándares éticos se tomaban en serio. Implícita en este punto de vista, a su vez, está la noción de que la corrupción es una especie de desviación o evento excepcional, algo que “le sucede” a una comunidad o sociedad, y que, con las herramientas y la determinación adecuadas, puede “abordarse” y erradicarse.
Los errores de ese punto de vista se demuestran fácilmente, incluso, con una mirada superficial a la historia política. Pero existen, al menos, otras dos grandes falacias en la forma en que comúnmente entendemos los problemas de corrupción. Una es suponer que los estándares contra los cuales juzgamos a los actores políticos y las ideas y distinciones clave de las que dependen esos juicios (por ejemplo, principios de ética y justicia, rendición de cuentas y claras distinciones entre dominios públicos y privados) son aspectos más o menos permanentes del panorama político, y han estado con nosotros desde … bueno, una vez más, no sabemos desde cuándo. La segunda falacia es suponer que gracias a las concepciones modernas de “buen gobierno” y las innovaciones tecnológicas (incluidas las redes sociales) ahora hemos avanzado en la lucha contra la corrupción, a pesar de que, por lo general, se piensa poco en lo que significa exactamente esa idea subyacente. A esas innovaciones contemporáneas se suman el escrutinio de los medios de comunicación y una ciudadanía que, aunque tímidamente, expresa una proclamación de alto nivel de “tolerancia cero”. Estos elementos, se argumenta, tienen el potencial de llevarnos a una nueva era de gobierno limpio, transparente y responsable, de acuerdo con las “mejores prácticas”, si tan solo pudiéramos convocar a la suficiente “voluntad política” de todos los actores.
De acuerdo, seamos justos: pocas personas o grupos adhieren a todas esas ideas literalmente. Aun así, nuestros puntos de vista sobre la corrupción tienden a formar imágenes desinformadas y ampliamente estereotipadas de la vida en otros lugares y en otros tiempos. La noción seductora de que el gobierno realmente era mejor “en aquel entonces” aparentemente nos ha eximido de tener que especificar qué sería mejor que el statu quo, aparte de la “no corrupción”. Para comprender los elementos necesarios para avanzar en esa dirección de manera sostenida se necesita mucha más reflexión y discusión.
No sólo necesitamos saber más sobre los casos pasados de corrupción, sino también comprender la genealogía y la evolución de las ideas clave, así como las luchas intensamente políticas que han impulsado esos procesos, y continúan haciéndolo hoy. En lugar de anhelar los índices de transparencia de los países nórdicos, tenemos que recordar que la política ha sido con frecuencia un negocio realmente desagradable: el poder suele estar en manos de quien ha recibido el financiamiento más grande. La responsabilidad y la equidad parecen ideas con poco significado en el mentado financiamiento de la política. Pero atención, las ideas de control de la corrupción que hoy nos parecen normales y naturales son, en realidad, el resultado de una tendencia en el tiempo: claramente el arco de nuestras expectativas éticas se ha inclinado hacia una mayor responsabilidad. Eso, en sí mismo, es un desarrollo notable. Ahora bien, ¿cómo sucedió?, ¿es realmente la culminación de un proceso lineal más largo de “progreso” o -más probablemente- las pulsiones de marchas y contramarchas, reversiones e interrupciones?
La corrupción, al menos en el debate contemporáneo, a menudo se ve como una amenaza mortal directa para el Estado. En las conferencias se escuchan metáforas del cáncer y otras invocaciones de enfermedades temidas, sumadas a las suposiciones de que vivimos en tiempos inusualmente corruptos o, al menos, hemos llegado a algún tipo de crisis. Perdido en ese tipo de discusión, está el hecho de que tanto la corrupción como las luchas contra ella, a veces, han sido esenciales para la construcción de Estados modernos y legítimos. En otros casos, la corrupción ha socavado la gobernanza y las instituciones, persistiendo en una especie de simbiosis con otros aspectos del gobierno, en parte porque permite alcanzar objetivos e intereses personales, al tiempo que evita enfrentar otros desafíos de la gestión.
Será interesante explorar las formas en que la corrupción y su lucha plantean cuestiones fundamentales respecto del orden político: ¿quién debe gobernar a quién, con qué derecho, utilizando qué medios, dentro de qué límites y sujeto a qué fuerzas compensatorias? Alcanzar acuerdos temporales para esas preguntas es un negocio político intensamente complejo y polémico. De manera análoga, el avance en esta materia –con frecuencia reducido a un problema de aplicación de la ley y disuasión, o como el equilibrio correcto de incentivos– debe ser analizado en el contexto de la construcción, o reconstrucción, de las instituciones del Estado.
Una variable importante a considerar es el ritmo del cambio: aquellos países donde, aparentemente, se ha tratado la corrupción con cierto éxito, fue el resultado de un proceso lineal gradual de agregar una reforma tras otra, más que una cuestión de cambios bruscos y discontinuos. A su vez, comprender la probabilidad de que los escenarios de cambio difieran dependiendo del entorno, o de las variedades de corrupción en cuestión, no es sólo un importante desafío teórico, sino que es esencial para transitar el camino hacia la calidad institucional.
Recientemente, la Argentina ha emprendido una importante reforma de sus instituciones y de su política comercial e internacional, en busca de potenciar su desarrollo económico. La reforma tributaria; las reformas en materia societaria; el régimen de participación público-privada; el decreto de desburocratización y simplificación; la regulación del Mercado de Capitales; Compliance, lavado de activos y responsabilidad penal empresaria, son algunos ejemplos. Ahora bien, el desafío intelectual del estudio de la corrupción para el proceso de diseñar mejores reformas, nos lleva a buscar cómo las acciones contra la corrupción pueden ser efectivas. Aquí podríamos encontrar una gama de intereses y grupos políticos con algo en juego. Por ejemplo, en los países desarrollados se debate el rol de las élites empresariales que buscan maximizar su renta al amparo de la influencia política o las regulaciones proteccionistas. En efecto, muchas de esas sociedades reciben puntajes positivos en los índices de corrupción y, sin embargo, enfrentan una ciudadanía cada vez más distanciada.
De hecho, anticorrupción y buen gobierno tienden a equipararse con el desarrollo histórico de la democracia, la rendición de cuentas, la transparencia en los asuntos públicos, la burocracia efectiva y el estado de derecho, todos aspectos emblemáticos de los países que se clasifican sistemáticamente entre los menos corruptos en el mundo. Sin embargo, las características que las sociedades aparentemente exitosas comparten hoy –una clase media, políticas de transparencia, burocracias de alta calidad, una prensa libre, etc.– no son necesariamente las cosas que les permitieron tener éxito en primer lugar. Una mirada retrospectiva a esos factores es probable que revele disputas amargas en los orígenes de cualquier consenso sobre el “buen gobierno”.
Las generalizaciones sirven para recordarnos que todas ellas son riesgosas y están abiertas a numerosas excepciones. En materia de lucha contra la corrupción, bien vendría un baño de humildad para entender que, como seres humanos falibles, no somos nuevos, y nuestros tiempos no son necesariamente excepcionales; lo que estamos tratando de hacer ha sido probado, junto con muchas otras cosas, en otros tiempos y lugares y de otras maneras. Las sociedades exitosas no han encontrado respuestas únicas y persuasivas. Haríamos bien si mirásemos al pasado, así como a otras partes del mundo, con el objetivo más modesto de aprender a preguntar y buscar respuestas para mejores preguntas.
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Raul R. Saccani es socio de Forensic & Dispute Services de Deloitte y presidente de la Comisión de Estudios Anticorrupción del CPCECABA. Cuenta con 20 años de experiencia investigando delitos de cuello blanco, de profesión Contador Público y Licenciado en Administración, ha brindado testimonio en el Banco Mundial (CIADI) y la ICC; es autor del “Tratado de Auditoría Forense” (La Ley, 2012) entre otras publicaciones y es profesor de posgrado de Auditoría Forense en diversas universidades de Argentina y la región.